Como decía Mario Vargas Llosa en su discurso al recibir el nobel, la ficción de la literatura y otras artes son un escape, a la vez que un reconocimiento: Que la realidad no es suficientemente buena.
Pongo este blog con algunos cuentos y ensayos modestos escritos por mí, para entrener a quién le interesen, aburrir a quién le afliga, aborrecer a algún desdichado perdido y con suerte, quizás, si Dios me lo permite, emocionar algún alma sensible.
Si cree encontrar errores ortográficos o de redacción, tenga con toda seguridad la certeza que es con intenciones artísticas o educativas, para que al darse cuenta de mi error se sintiese bien de su amplio conocimiento.

miércoles, 3 de agosto de 2011

Mapa a la discordia

La mañana en que Prudencio Soto despertó luego de entregar su tesis, no se levantó hasta bien entrada la tarde. Contempló a gusto el arduo trabajo de largas noches en insomnio, las eternas tazas de café, esas mil filas de cerámica que, según pensó, bastarían para llegar a la luna. Todo su trabajo había por fin resultado en este manuscrito, una oda al saber, donde se encontraba la suma absoluta de toda la sabiduría humana. No había sido necesario leer a los filósofos de la tradición oriental, ni menos encontrar aquellos manuscritos perdidos de Aristóteles sobre la comedia. Prudencio era, efectivamente, un hombre que había superado todas las tradiciones. Había comprendido el inconsciente más allá de Freud, había enfrentado el materialismo de Marx con la impermanencia de toda corriente budista, y lo había superado todo. Esa mañana, Prudencio podría, por fin, tomarse un descanso.
Quiso leer las profundas páginas sobre las cuales se escribía su libro del saber. Pensó, inicialmente, dedicar la mañana a los insignificantes problemas que un filósofo o científico en particular tratan; miserables frente al universo. Esa tradición minúscula probó, sin embargo, ser extremadamente extenuada; francamente agotadora. Las páginas eran sencillamente deficientes. Desanimado, pero no rendido, decidió indagar en otro espacio misterioso, entonces tomó el control y prendió, por primera vez, su televisor.
Contento, sin esperanza de mayores logros, dedicaría el resto de su noble vida a incontables horas de descanso frente a la pantalla de muchas historias, en un estado aristocrático demasiado virtuoso para enseñar, demasiado grandioso para ser considerado orgullo.
Pronto el apellido Soto recibió el grado de doctor. Por correo. Conforme con este diploma, al cual acompañaba un igualmente ilustre marco de oro y madera de cedro inglés, veneró en silencio, frente a su pared, las multiples formas que la luz del día y la noche daban a ese cartón. Su noble alma, descrita en él,  alcanzó una pureza de sangre que trascendía lo humano.
Para la sexta noche el nombre Prudencio sonaba entre seres acuáticos y terrestres, su libro del saber se extendía, universalmente reverenciado como la obra magistral. Tan virtuoso, que traducirlo era innecesario. En efecto, Prudencio había logrado hablar un idioma de todos los hombres.
En esta condición, mientras dedicaba uno de sus muchos sosiegos al canal de cocina, apareció de pronto la posibilidad, la improbable sincronía, en que al ver en la pantalla a ese chef extraer precozmente un plato dispuesto con antela en busca de diestra docencia, Prudencio colgaba de una soga firme al techo, con un nudo magistral, propiamente de marinero; un último testimonio de quien concluía todo propósito vital, quien escribió un mapa a la existencia.

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