Entré en su departamento a un lúgubre escenario: revistas abiertas, platos sucios, ropa en el sillón, botellas de cerveza. Era natural, se trataba de una cuestión ignominiosa. Caminé esquivando la basura y me senté a su lado en el gran sillón de cuero frente al televisor. Vimos el fútbol un rato.
Me despidió sin decir una palabra, pensé en hablarle, pero ¿Qué decir? El asunto traspasa los límites de la lógica. Era imposible razonarlo hacia el exilio, supe que siempre estaría allí, de algún modo; que la paz llegaría como lluvia acumulada en un día de invierno.
Retorné el tercer día. Allí, estaba, sentado en su sillón, viendo esta vez animación infantil. Me acerqué nuevamente, me senté entre las botellas vacías, a su lado. Pasó un rato en silencio, hasta que me miró. Parecía sufrir al articular las palabras. Finalmente consiguió hablarme: “yo sé que no hay razón para esto, pero podría vivir con eso, si tan solo supiera qué hacer. No sé qué hacer”
No encuentro palabras de consuelo, me faltan vidas para entenderlo. Me miraba fijamente, a punto de quebrarse, había algo en su interior en el vértigo del precipicio y quería saltar. Acerqué mi mano a su sucio pelo y lo abracé. El respondió con su débil cuerpo hundiendo su cara en un mar de llanto. Lloró y lloró, gritando para alcanzar a su hijo. Muerto, sabía que no podía oírnos.
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