Como decía Mario Vargas Llosa en su discurso al recibir el nobel, la ficción de la literatura y otras artes son un escape, a la vez que un reconocimiento: Que la realidad no es suficientemente buena.
Pongo este blog con algunos cuentos y ensayos modestos escritos por mí, para entrener a quién le interesen, aburrir a quién le afliga, aborrecer a algún desdichado perdido y con suerte, quizás, si Dios me lo permite, emocionar algún alma sensible.
Si cree encontrar errores ortográficos o de redacción, tenga con toda seguridad la certeza que es con intenciones artísticas o educativas, para que al darse cuenta de mi error se sintiese bien de su amplio conocimiento.

lunes, 25 de junio de 2012

Selección Krishnamurti V


Pregunta: ¿Cómo se propone Ud. justificar su pretensión de ser el Instructor del Mundo?

Krishnamurti: En realidad no me interesa justificar tal cosa. El rótulo no es lo que importa, señores. El grado, el título, no tiene importancia; lo que importa es lo que sois. Echad, pues, el título a la Basura; tiradlo al canasto, quemadlo, destruidlo, despojaos de él. Vivimos de palabras, no de la realidad de lo que es. ¿Qué importa lo que yo pueda o no llamarme? Lo que importa es si lo que digo es verdad; y si es verdad, descubrid vosotros mismos la verdad y vividla. Señores: los títulos, ya sean espirituales o del mundo, son un medio de explotar a la gente. Y nos gusta que nos exploten. Tanto el explotador como el explotado disfrutan la explotación. (Risas) ¡Ya veis que reís! Y eso es todo lo que haréis, porque no veis que vosotros mismos sois explotados y por lo tanto creáis el explotador, ya se trate del explotador capitalista o del explotador comunista. Vivimos de títulos, de palabras, de frases, que carecen de sentido; por eso es que interiormente somos vacíos, y por eso es que sufrimos. Examinad de veras, señores, lo que se dice o lo que yo digo, y no viváis simplemente en el nivel verbal, pues en ese nivel no puede haber experiencia alguna. Podréis leer todos los libros del mundo, todos los libros sagrados y los libros psicológicos, pero el vivir en ese solo nivel no os satisfará; y me temo que sea eso lo que ocurre. En nosotros mismos somos vacíos, y es por eso que estamos de acuerdo con las ideas de otros, con las experiencias, estados de ánimo y lemas ajenos, y por tal causa nos estancamos; y eso es lo que sucede a través del mundo. Todo lo esperamos de la autoridad, del “gurú”, del instructor, y todo eso está en el nivel verbal. Para experimentar vosotros mismos la verdad, para comprender y no para seguir la comprensión de alguna otra persona, debéis abandonar el nivel verbal. Para comprender la verdad por vosotros mismos, tenéis que estar libres de toda autoridad, del culto de otro ser, por grande que sea; pues la autoridad es el más pernicioso veneno que impide la experiencia directa. Sin experiencia directa, sin comprensión, no puede haber realización de la verdad. De suerte que yo no presento nuevas ideas, porque las ideas no transforman radicalmente al género humano. Podrán traer revoluciones superficiales pero lo que nosotros tratamos de hacer es algo del todo diferente. En todas estas pláticas y discusiones, si os interesa asistir a ellas, procuramos comprender lo que es el mirar las cosas tal cuales son; y en el hecho de comprender las cosas tal cuales son, hay una transformación. Saber que soy codicioso y no encontrarle a ello excusas ni condenarlo; saberlo sin idealizar su opuesto, diciendo “no debo ser codicioso”; saber simplemente que soy codicioso, es ya comienzo de la transformación. Observad, empero, que no deseáis saber lo que vosotros sois, sino lo que es el “gurú”, el instructor. Adoráis a otros porque ello os brinda satisfacción. Es mucho más fácil evadirse estudiando a alguna otra persona, que miraros a vosotros mismos tal cuales sois. Señores, Dios o la verdad está dentro de uno mismo, no en las ilusiones. Pero el comprender aquello que es resulta muy difícil; porque aquello que es no es estático, cambia y sufre modificaciones constantemente. Para comprender lo que es, necesitáis una mente veloz, una mente que no esté anclada a una creencia, a una conclusión o a un partido. Y para seguir lo que es, tenéis que comprender el proceso de la autoridad, por qué os aferráis a la autoridad; no basta descartar la autoridad. No podéis descartar la autoridad sin comprender todo su proceso, porque entonces crearéis una nueva autoridad para que os liberte de la antigua. Esta cuestión, pues, carece de sentido si no consideráis más que el rótulo, porque a mí no me interesan los rótulos. Pero si tenéis interés en ello,
podemos emprender un viaje juntos para descubrir lo que es; y al conocernos a nosotros mismos podremos crear un mundo nuevo un mundo feliz.

                                                                                              Julio 11 de 1948

Selección Krishnamurti IV


Pregunta: La familia es el armazón de nuestro amor y codicia, de nuestro egoísmo y división. ¿Qué lugar ocupa ella en su esquema de las cosas?

Krishnamurti: Señores, yo no tengo ningún esquema de las cosas; ¡Hay que ver de qué manera absurda pensamos en la vida! La vida es algo viviente, algo activo y dinámico, y no podéis ponerla en un marco. Son los intelectuales quienes ponen la vida en -un marco y tienen un esquema para sistematizarla. Yo no tengo, pues, un esquema; pero consideremos los hechos. Está primero el hecho de nuestra relación con otros, ya sea con una esposa, un esposo o un hijo -la relación que llamamos “familia”. Examinemos el hecho de lo que ella es, no lo que desearíamos que fuera. Cualquiera puede tener ideas temerarias acerca de la familia; mas si podemos considerar, examinar, comprender lo que es, tal vez seremos capaces de transformarlo. Pero el encubrir simplemente lo que es con una serie de hermosas palabras, llamándole responsabilidad, deber, amor, es algo que carece de sentido. Lo que vamos, pues, a hacer, es examinar lo que llamemos “familia”. Porque, señores, para comprender alguna cosa tenemos que examinar lo que es, no encubrirlo con frases de agradable resonancia. Ahora bien, ¿Qué es lo que llamáis familia? Es, evidentemente, una convivencia de intimidad, de comunión. Pero en vuestra familia, en vuestra relación con vuestra esposa, con vuestro esposo, ¿hay acaso comunión? Eso es, por cierto, lo que entendemos por convivencia, ¿verdad? La convivencia significa comunión sin temor, libertad para comprenderse unos a otros, para comunicarse directamente. Es obvio que la convivencia significa eso: estar en comunión unos con otros. ¿Lo estáis vosotros? ¿Estáis en comunión con vuestra esposa? Quizá lo estéis físicamente, pero eso no es convivencia. Vosotros y vuestra esposa vivís en lados opuestos de un muro de aislamiento, ¿no es así? Tenéis vuestros propios empeños, vuestras ambiciones, y ella tiene los suyos. Vivís detrás del muro, y de vez en cuando os asomáis por encima; y a eso le llamáis convivencia. Se trata de un hecho, ¿verdad? Podéis agrandarlo, suavizarlo, adoptar una nueva serie de palabras para describirlo, pero ese es el hecho real: que vosotros y otra persona vivís en el aislamiento, y a esa vida en el aislamiento le llamáis convivencia. Ahora bien, si hay verdadera convivencia entre dos personas, lo cual significa que entre ellas hay comunión, lo que tal cosa implica es enorme. Entonces no hay aislamiento; entonces hay amor, no responsabilidad ni deber. Las personas que están aisladas detrás de su muro son las que hablan de deber y responsabilidad. Pero el hombre que ama, no habla de responsabilidad; ama. Por lo tanto comparte con otro ser su alegría, su dolor, su dinero, ¿Son así nuestras familias? ¿Existe comunión directa con vuestra esposa, con vuestros hijos? Es obvio que no, señores. La familia, por consiguiente, es una simple excusa para que continúe vuestro nombre o tradición, para que ella os brinde lo que necesitáis, sexual o psicológicamente. La familia resulta, pues, un medio de auto perpetuación, de que continúe vuestro nombre. Esa es una clase de inmortalidad, un género de permanencia. También se utiliza la familia como medio de satisfacción. Exploto cruelmente a los demás en el mundo de los negocios, en el mundo político o social fuera de mi hogar; y en mi hogar procuro ser bueno y generoso.; ¡Qué absurdo! O si el mundo resulta demasiado para mí, deseo la paz y me voy a casa; sufro en el mundo, y vuelvo al hogar para tratar de hallar consuelo. Me valgo, de la convivencia como medio de satisfacción, lo cual significa que no quiero ser perturbado por mis relaciones. Eso es, pues, lo que ocurre, señores, ¿no es así? En nuestra familia hay aislamiento, no comunión; y por lo tanto no hay amor. El amor y el sexo son dos cosas diferentes, lo cual discutiremos en otra oportunidad. En nuestro aislamiento podremos desarrollar una forma de altruismo, una devoción, cierta bondad, pero es siempre detrás del muro, porque más nos inquietamos por nosotros mismos que por los demás. Si os interesaseis por los demás, si estuvierais realmente en comunión con vuestra esposa, con vuestro esposo, y por lo mismo fueseis abiertos al prójimo, el mundo no se hallaría en esta miseria. Es por eso que las familias en el aislamiento se vuelven peligrosas para la sociedad. ¿Cómo, pues, acabar con este aislamiento? Para acabar con este aislamiento debemos darnos cuenta de él; no debemos desentendernos de él o decir que no existe. Sí existe, ese es un hecho obvio. Daos cuenta del modo como tratáis a vuestra esposa, a vuestro esposo, a vuestros hijos; daos cuenta de la dureza de la brutalidad, de los asertos tradicionales, de la falsa educación. ¿Pretenderéis decir, señores y señoras, que si amarais a vuestra esposa o a vuestro esposo tendríamos este conflicto y miseria en el mundo? Es porque no sabéis amar a vuestra esposa, a vuestro esposo, que no sabéis amar a Dios. Queréis a Dios como un medio más de aislamiento, de seguridad. Después de todo, Dios es la seguridad final; pero tal búsqueda no es la búsqueda de Dios sino de un mero refugio, una evasión. Para encontrar a Dios debéis saber amar, no a Dios sino a los seres humanos que os rodean, a los árboles, a las flores, a las aves. Entonces, cuando sepáis amarlos, sabréis realmente que es amar a Dios. Si no amáis a los demás, si no sabéis lo que significa estar en completa comunión unos con otros, no podéis estar en comunión con la verdad. Pero, como veis, no pensamos en el amor, no nos interesa estar en comunión unos con otros. Queremos seguridad, ya sea en la familia, en la propiedad o en las ideas; y donde la mente busque seguridad, jamás podrá conocer el amor. Porque el amor es la cosa más peligrosa. Cuando amamos a alguien, en efecto, somos vulnerables, somos abiertos; y no queremos ser abiertos. No queremos ser vulnerables. Queremos estar encerrados, queremos estar más cómodos dentro de nosotros mismos. De suerte que una vez más, señores, el producir una transformación en nuestra convivencia no es asunto de legislación, de compulsión según los Shastras, ni de nada de eso. Para producir una transformación radical en la convivencia, tenemos que empezar por nosotros mismos, vigilaos a vosotros mismos, cómo tratáis a vuestra esposa e hijos. Vuestra esposa es una mujer, y con eso está dicho todo: ¡hay que usarla como felpudo! No miréis a las señoras; miraos a vosotros mismos. No creo que os deis cuenta, señores, del estado catastrófico en que el mundo se halla actualmente, pues de otro modo no seríais tan insensibles a todo esto. Nos hallamos al borde de un precipicio: moral, social y espiritual. No veis que la casa se quema, y estáis viviendo en ella. Si supierais que la casa se quema, si supierais que estáis al borde de un precipicio, actuaríais. Pero por desgracia os halláis cómodos, sois tímidos, vuestra vida es holgada, sois insensibles, estéis hastiados y exigís satisfacción inmediata. Dejáis, por lo tanto, que las cosas vayan a la deriva, y así la catástrofe mundial se avecina. No se trata de una simple amenaza sino de un hecho real. En Europa la guerra ya se pone en marcha; guerra, guerra, guerra, desintegración, inseguridad. Después de todo, lo que afecta a los demás os afecta a vosotros. Sois responsables de los demás, y no podéis cerrar vuestros ojos y decir “aquí en Bangalore estoy en seguridad”. Eso sería, evidentemente, un pensamiento muy miope y estúpido.
La familia, pues, se convierte en un peligro cuando hay aislamiento entre marido y mujer, entre padres e hijos, porque entonces la familia fomenta el aislamiento general. Más cuando los muros del aislamiento son derribados en la familia entonces estáis en comunión no sólo con vuestra esposa e hijos sino con el prójimo. Y entonces la familia no está encerrada, no es limitada; no es un refugio, una evasión. El problema, pues, no es un problema ajeno sino nuestro propio problema.

Selección Krishnamurti III


Pregunta: ¿Cómo podernos resolver nuestro caos político actual y la crisis del mundo? ¿Hay algo que un individuo pueda hacer para atajar la guerra que se avecina?

Krishnamurti: La guerra es la proyección espectacular y sangrienta de nuestra vida diaria, ¿no es así? La guerra es una mera expresión externa de nuestro estado interior, una amplificación de nuestra vida diaria. Es más espectacular, más sangrienta, más destructiva, pero es el resultado colectivo de nuestras actividades individuales. De suerte que vosotros y yo somos responsables de la guerra, ¿y qué podemos hacer para detenerla? Es obvio qué la guerra que nos amenaza no puede ser detenido por vosotros ni por mí, porque ya está en movimiento; ya está desarrollándose, aunque todavía en el nivel psicológico principalmente. Ya ha comenzado en el mundo de las ideas, si bien puede pasar un tiempo más sin que nuestros cuerpos sean destruidos. Como ya está en movimiento, no puede ser detenida; los puntos en litigio son demasiados, excesivamente graves, y la suerte ya está echada. Pero vosotros y yo, viendo que la casa está ardiendo, podemos comprender las causas de ese incendio, alejarnos de él y edificar en un nuevo lugar con materiales diferentes que no sean combustibles, que no produzcan otras guerras. Eso es todo lo que podemos hacer. Vosotros y yo podemos ver qué es lo que engendra las guerras, y si nos interesa atajarlas, podemos empezar a transformarnos a nosotros mismos, que somos las causas de la guerra. ¿Qué es, pues, lo que causa la guerra, religiosa, política o económica? Es obvio que la creencia, ya sea en el nacionalismo, en una ideología o en un dogma determinado. Si en vez de creencias tuviéramos buena voluntad, amor y consideración entre nosotros, no habría guerras. Pero se nos alimenta con creencias, ideas y dogmas, y por lo tanto engendramos descontento. La presente crisis, por cierto, es de naturaleza excepcional, y nosotros, como seres humanos, o tenemos que seguir el sendero de los conflictos constantes y continuas guerras, o de lo contrario, ver las causas de la guerra y volverles la espalda. Lo que causa la guerra, evidentemente, es el deseo de poder, de posición, de prestigio, de dinero, como asimismo la enfermedad llamada nacionalismo -el culto de una bandera- y la enfermedad de la religión organizada -el culto de un dogma. Todo eso es causa de guerra; y si vosotros como individuos pertenecéis a cualquiera de las religiones organizadas, si sois codiciosos de poder, si sois envidiosos, forzosamente produciréis una sociedad que acabará en la destrucción. Nuevamente: ello depende de vosotros y no de los conductores, ni de Stalin, ni de Churchill ni de ninguno de los otros. Depende de vosotros y de mí, pero no parecemos darnos cuenta de ello. Si por una vez sintiéramos realmente la responsabilidad
de nuestros propios actos, ¡cuán pronto podríamos poner fin a todas estas guerras, a toda esta miseria! Pero, como veis, somos indiferentes. Comemos tres veces al día, tenemos nuestros empleos, nuestra cuenta bancaria, grande o pequeña, y decimos: “por el amor de Dios, no nos moleste, déjenos tranquilos”. Cuanto más alta es nuestra posición, más deseamos seguridad, permanencia, tranquilidad, menos injerencia admitimos, y más deseamos mantener las cosas fijas, como están; pero ellas no pueden mantenerse como están, porque no hay nada que mantener. Todo se desintegra. No queremos hacer frente a estas cosas, no queremos encarar el hecho de que vosotros y yo somos responsables de las guerras. Vosotros y yo charlamos de paz, nos reunimos en conferencias, nos sentamos en torno a una mesa y discutimos; pero en nuestro fuero intimo, en lo psicológico, deseamos poder y posición, y nos mueve la codicia. Intrigamos, somos nacionalistas; nos atan las creencias, los dogmas, por los cuales estamos dispuestos a morir y a destruirnos unos a otros. ¿Creéis que semejantes hombres -vosotros y yo- podemos tener paz en el mundo? Para que haya paz, debemos ser pacíficos; vivir en paz significa no crear antagonismos. La paz no es un ideal. Para mí un ideal es simple evasión, un modo de eludir lo que es, una contradicción con lo que es. Un ideal impide la acción directa sobre lo que es; y esto vamos a ahondarlo en otra disertación. Mas para que haya paz tendremos que amar, tendremos que empezar, no a vivir una vida ideal sino a ver las cosas como son y obrar sobre ellas, a transformarlas. Mientras cada uno de nosotros busque seguridad psicológica, la seguridad fisiológica que necesitamos -alimento, vestido y albergue- se ve destruida. Andamos en busca de seguridad psicológica, que no existe; y, si podemos, la buscamos por medio del poder, de la posición, de los títulos, de los nombres, todo lo cual destruye la seguridad física. Esto, cuando se lo considera, resulta un hecho evidente. Para traer paz al mundo, por lo tanto, para atajar todas las guerras, tiene que haber una revolución en el individuo, en vosotros y en mí. La revolución económica sin esta revolución interior carece de sentido, pues el hombre es el resultado del defectuoso ajuste de las condiciones económicas producidas por nuestros estados psicológicos: codicia, envidia, mala voluntad y espíritu de posesión. Para poner fin al dolor, al hambre, a la guerra, es preciso que haya una revolución psicológica, y pocos de nosotros están dispuestos a enfrentar tal cosa. Discutiremos sobre la paz, proyectaremos leyes, crearemos nuevas ligas, las Naciones Unidas, etc. Pero no ganaremos la paz porque no queremos renunciar a nuestra posición, a nuestra autoridad, a nuestros dineros, a nuestras propiedades, a nuestra estúpida vida. Confiar en los demás es absolutamente vano; los demás no nos traerán la paz. Ningún conductor, ni gobierno, ni ejército, ni patria, va a darnos la paz. Lo que traerá la paz es la transformación interior que conducirá a la acción externa. Transformación interior no es aislamiento; no consiste en retirarse de la acción externa. Por el contrario, sólo puede haber recta acción cuando hay recto pensar; y no hay recto pensar cuando no existe el conocimiento propio. Si no os conocéis a vosotros mismos, no hay paz. Para poner fin a la guerra externa, debéis empezar por poner fin a la guerra en vosotros mismos. Algunos de vosotros menearán la cabeza y dirán “estoy de acuerdo”, y saldrán y harán exactamente lo mismo que han estado haciendo durante los últimos diez o veinte años. Vuestra conformidad es puramente verbal y carece de significación, pues las miserias y las guerras del mundo no van a ser detenidas por vuestro fortuito asentimiento. Sólo serán detenidas cuando os deis cuenta del peligro, cuando percibáis vuestra responsabilidad, cuando no dejéis eso en manos de otros. Si os dais cuenta del sufrimiento, si veis la urgencia de la acción inmediata y no la aplazáis, entonces os transformaréis; y la paz vendrá tan sólo cuando vosotros mismos seáis pacíficos, cuando vosotros mismos estéis en paz con vuestro prójimo.


Selección Krishnamurti II


En una plática como esta, creo que es más importante experimentar lo que se dice, que limitarse a discutir en el nivel verbal. Uno está propenso a quedarse en el nivel verbal, sin “vivenciar” profundamente lo que oye decir; y “vivenciar” un hecho real es mucho más importante que descubrir si las ideas son o no verdaderas en sí, porque las ideas jamás habrán de transformar el mundo. La revolución no se basa en meras ideas. La revolución sólo llega cuando existe una convicción fundamental, una clara percepción de que tiene que haber una transformación interior y no simplemente externa, por más significativa que la exigencia externa puedo ser. Lo que desearía discutir aquí durante las reuniones de estos cinco domingos, es cómo producir, no un cambio superficial, sino una radical transformación, tan esencial en un mundo que rápidamente se desintegra. Por poco que observemos, debería ser obvio para la mayoría de nosotros -ya sea que viajemos o que permanezcamos en un solo lugar- que un cambio fundamental o revolución es necesario. Pero es difícil percibir el pleno significado de tal revolución; porque, aunque creamos que deseamos un cambio, una modificación, una revolución, casi todos nosotros esperamos eso de determinada norma de acción, de un sistema de izquierda o de derecha, o intermedio. Vemos la confusión, el horrible revoltijo, la miseria, el hambre, la guerra amenazante; y es obvio que la gente reflexiva exige acción. Pero, por desgracia, esperamos una acción conforme a determinada fórmula o teoría. La izquierda tiene un sistema, una norma de acción, como asimismo la derecha. ¿Pero puede haber revolución de acuerdo a tal o cual norma de acción, de acuerdo a una línea trazada, o la revolución surge del interés y alerta percepción del individuo que ha despertado? Sólo puede haber revolución, por cierto, cuando el individuo está despierto y es responsable. Ahora bien, es obvio que la mayoría de nosotros deseamos un plan de acción convenido. Vemos la confusión, no sólo en la India y en nuestra propia vida, sino a través del mundo. En todo rincón del mundo hay confusión, hay miseria, hay espantosa lucha y sufrimiento. Nunca hay un instante en que los hombres puedan estar en seguridad; porque, como las artes de la guerra se desarrollan de más en más, la destrucción resulta cada vez mayor. Todo eso lo sabemos; es un hecho evidente que no necesitamos ahondar. ¿Pero no es importante averiguar qué relación hay entre nosotros y toda esta confusión, caos y miseria? Porque, después de todo, si podemos descubrir nuestra relación con el mundo y comprender esa relación, tal vez seremos capaces de alterar esta confusión. Debemos pues, en primer término, ver claramente la relación que existe entre el mundo y nosotros, y entonces quizá, si cambiamos nuestra vida, podrá haber un cambio radical y fundamental en el mundo en que vivimos. ¿Cuál es, pues, la relación entre nosotros y el mundo? ¿El mundo es diferente de nosotros, o es cada uno de nosotros el resultado de un proceso total, que no es distinto del mundo sino que forma parte del mundo? Es decir, vosotros y yo somos el resultado de un proceso mundial, de un proceso total, no de un proceso separado, individualista; porque, al fin y al cabo, vosotros sois el resultado del pasado. Estáis condicionados por influencias ambientales, políticas, sociales, económicas, geográficas, climáticas, etc. Sois el resultado de un proceso total; no sois, por lo tanto, distintos del mundo. Vosotros sois el mundo, y lo que vosotros sois, eso es el mundo. Por consiguiente, el problema del mundo es vuestro problema; y si resolvéis vuestro problema, resolvéis el problema del mundo. No hay, pues, separación entre el mundo y el individuo. Tratar de resolver el problema del mundo sin resolver vuestro problema individual, es inútil, absolutamente vano, porque vosotros y yo constituimos el mundo. Sin vosotros y yo, no hay mundo. De suerte que el problema del mundo es vuestro problema: es un hecho obvio. Aunque nos agradaría pensar que somos individualistas en nuestros actos, separados, independientes, apartados, esa estrecha acción individualista de cada ser humano, después de todo, forma parte de un proceso total que llamamos el mundo. Así, pues, para comprender el mundo y producir en él una transformación radical, tenemos que empezar por nosotros mismos, por vosotros y yo, y no por alguna otra persona. La mera transformación del mundo carece de sentido sin la transformación de vosotros, que creáis el mundo. Porque, después de todo, el mundo no está distante de vosotros; donde vosotros vivís está el mundo de vuestra familia, de nuestros amigos, de vuestros vecinos. Y si vosotros y yo podemos transformarnos fundamentalmente, existe una posibilidad de cambiar el mundo; pero no de otra manera. Por eso es que todos los grandes cambios y reformas en el mundo han empezado por unos pocos, por los individuos, por vosotros y yo. La llamada “acción de masas” es simplemente la acción colectiva de individuos que están convencidos, y la acción de masas tiene significación tan sólo cuando los individuos en la masa están despiertos; pero si ellos están hipnotizados por palabras, por una ideología, entonces la acción de masas tiene que llevar al desastre. Viendo, pues, que el mundo está en un desorden aterrador, amenazado por las guerras, por el hambre, por la enfermedad del nacionalismo, con ideologías religiosas organizadas y corrompidas en acción; reconociendo todo eso, es obvio que para producir una revolución fundamental, radical, tenemos que empezar por nosotros mismos. Podréis decir: “yo estoy dispuesto a cambiar, pero llevará un número infinito de años si es preciso que cada individuo cambie”. ¿Pero es eso un hecho? Bueno, que lleve un gran número de años. Si vosotros y yo estamos realmente convencidos, si realmente vemos la verdad de que la revolución debe empezar por nosotros mismos y no por los demás, ¿llevará mucho tiempo el convencer y transformar al mundo? Porque vosotros sois el mundo; y vuestros actos afectarán al mundo en que vivís, que es el mundo de vuestras relaciones. La dificultad, empero, está en reconocer la importancia de la transformación individual. Exigimos la transformación mundial, la transformación de la sociedad en torno nuestro, pero somos ciegos y no estamos dispuestos a transformarnos nosotros mismos. ¿Qué es la sociedad? Es, por cierto, la relación entre vosotros y yo, produce la interrelación y crea la sociedad. De suerte que, para transformar la sociedad, así se llame ella hindú, comunista, capitalista o lo que os plazca, nuestra interrelación tiene que cambiar; y la interrelación no depende de la legislación, de los gobiernos, de las circunstancias externas, sino enteramente de vosotros y yo. Aunque seamos un producto del medio ambiente externo, es obvio que tenemos el poder de transformarnos, lo cual significa ver cuán importante es la verdad de que sólo podrá haber revolución cuando vosotros y yo nos comprendamos a nosotros mismos, además de comprender la estructura que llamamos sociedad. Esa es, pues, la dificultad a que tenemos que hacer frente en todas estas pláticas. El propósito no es producir una reforma mediante una nueva legislación, porque la legislación siempre requiere más legislación; lo que se trata es de ver la verdad de que vosotros y yo, en cualquier nivel social que vivamos, dondequiera nos encontremos, tenemos que producir una revolución radical y duradera en nosotros mismos. Y, como lo he dicho, la revolución que no es estática, que es duradera, la revolución que es constante de instante en instante, no puede surgir de acuerdo a plan alguno, de izquierda o de derecha. Esa constante revolución que se sustenta a sí misma, puede producirse tan sólo cuando vosotros y yo nos demos cuenta de la importancia de la transformación individual; y voy a discutir con vosotros, voy a disertar y a contestar preguntas desde ese punto de vista durante los cinco domingos siguientes. Ahora bien, si observáis, encontraréis que en todas las revoluciones históricas hay rebelión de acuerdo a una norma; y cuando la llama de esa rebelión se extingue, hay un retroceso hacia la vieja norma, en un nivel más alto o más bajo. Tal revolución no es en absoluto una revolución; es sólo un cambio, es decir, una continuidad modificada. Una continuidad modificada no alivia el sufrimiento; el cambio no conduce a la cesación del dolor. Lo que sí conduce a la cesación del dolor es que os veáis a vosotros mismos individualmente tal cuales sois, que os deis cuenta de vuestros pensamientos y sentimientos, y que produzcáis una revolución en vuestro pensar y sentir. De suerte que, como lo he dicho, aquellos de vosotros que esperan una norma de acción, me temo que puedan verse defraudados durante estas pláticas. Porque es muy fácil inventar una norma, pero mucho más difícil pensar las cosas a fondo y ver claramente el problema. Si sólo buscamos una respuesta a un problema, sea él económico, social o humano, no comprenderemos el problema porque nos concentraremos en la respuesta no en el problema mismo. Estudiaremos la respuesta, la solución. Si, en cambio, estudiamos la cuestión, el problema en sí, hallaremos que la respuesta, la solución, está en el problema y no alejada del problema. Nuestro problema, pues, es la transformación del individuo, de vosotros y de mí, porque el problema del individuo es el problema del mundo; no son problemas separados. Lo que vosotros sois, eso es el mundo; y ello es obvio. ¿Qué es nuestra sociedad actual? Nuestra sociedad actual, de Occidente o de Oriente, es el resultado de la astucia, del engaño, de la codicia, de la mala voluntad del hombre, etc. Vosotros y yo hemos creado la estructura, y sólo vosotros y yo podemos destruirla y dar origen a una nueva sociedad. Mas para crear la nueva sociedad, la nueva cultura, tenéis que examinar y comprender la estructura que está desintegrándose, que vosotros y yo hemos construido juntos. Y para comprender aquello que habéis construido, tenéis que comprender el proceso psicológico de vuestro ser. Así, pues, sin conocimiento propio no puede haber revolución; y una revolución es esencial, no de tipo sangriento -lo cual es relativamente fácil- sino una revolución mediante el conocimiento propio. Esa es la única revolución duradera y permanente, porque el conocimiento propio es un constante movimiento del pensar y del sentir, en el que no hay refugio; es un constante fluir de la comprensión de lo que sois. De suerte que el estudio de uno mismo es mucho más importante que estudiar cómo se ha de producir una reforma en el mundo, porque, si os comprendéis a vosotros mismos y con ello os transformáis, habrá naturalmente una revolución. Esperar de una panacea, de una norma de acción, la revolución de la vida externa, podrá traer un cambio temporario; pero cada cambio temporario exige nuevos cambios y más efusión de sangre. Mientras que si estudiamos con sumo cuidado el problema de nosotros mismos, que es tan complejo, causaremos una revolución de mucha mayor grandeza y duración, de un tipo más valioso, que la mera revolución económica o social. Espero, pues, que veamos la verdad y la importancia de esto: que con el mundo en semejante estado de confusión, de miseria y de hambre, para poner orden en este caos debemos empezar por nosotros mismos. Pero la mayoría de nosotros somos demasiado perezosos o demasiado torpes para empezar a transformarnos. Es tanto más fácil dejar que lo hagan otros, esperar una nueva legislación, especular y comparar. Pero lo que nos incumbe es estudiar el problema del sufrimiento de un modo inteligente y cuerdo, ver las causas que no residen en las circunstancias externas sino en nosotros mismos, y producir una transformación. Para estudiar cualquier problema hace falta la intención de comprenderlo, la intención de ahondarlo y de descifrarlo, de no eludirlo. Si el problema es suficientemente grande y urgente, la intención también es firme; pero si el problema no es grande, o si no vemos su urgencia, la intención se debilita. Si, en cambio, nos damos cuenta del problema y tenemos la clara y definida intención de, estudiarlo, nada esperaremos de autoridades externas, de un líder, de un “gurú”, de un sistema organizado; porque siendo nosotros mismos el problema, ningún sistema, ni fórmula, ni “gurú”, ni dirigente, ni gobierno, puede resolverlo. Una vez que la intención es clara, la comprensión de uno mismo se torna comparativamente fácil. Pero el establecer esta intención es la mayor dificultad, porque nadie puede ayudarnos a comprendernos a nosotros mismos. Puede que otros pinten verbalmente el cuadro; pero el experimentar un hecho que está en nosotros, el ver sin juzgar determinado pensamiento, acción o sentimiento, es mucho más importante que el escuchar verbalmente a los demás, o el seguir determinada línea de conducta, etc. Lo primero, pues, es comprender que el problema del mundo es el problema del individuo; es vuestro problema y el mío, y el proceso del mundo no es separado del proceso individual. Son un fenómeno conjunto, y por lo tanto lo que vosotros hacéis, lo que pensáis, lo que sentís, es mucho más importante que elaborar leyes o pertenecer a determinado partido o agrupación de personas. Esa es la primera verdad que hay que percibir, lo cual es obvio. Es esencial una revolución en el mundo; pero la revolución de acuerdo a determinada norma de acción no es una revolución. Una revolución sólo puede ocurrir cuando vosotros, individuos, os comprendéis a vosotros mismos y creáis por consiguiente un nuevo proceso de acción. Necesitamos, por cierto, una revolución, porque todo se está desbaratando; las estructuras sociales se desintegran, hay guerras y más guerras. Nos encontramos al borde de un precipicio, y es obvio que tiene que haber alguna clase de transformación, por que no podemos seguir como estamos. La izquierda propone un tipo de revolución, y la derecha propone una modificación de la izquierda. Pero tales revoluciones no son revoluciones; ellas no resuelven el problema, porque el ente humano es demasiado complejo para ser comprendido a través de una mera fórmula. Y como es necesaria una revolución constante, ella puede tan sólo empezar por vosotros, por vuestra comprensión de vosotros mismos. Ese es un hecho, es la verdad, y no podéis eludirlo, sea cual fuere el ángulo desde el cual lo abordéis. Luego de ver la verdad al respecto, tenéis que establecer la intención de estudiar el proceso total de vosotros mismos; porque lo que vosotros sois, eso es el mundo. Si vuestra mente es burocrática, crearéis un mundo burocrático, un mundo estúpido, un mundo de rutina oficinesca; si sois codiciosos, envidiosos, estrechos, nacionalistas, crearéis un mundo en el que habrá nacionalismo, que destruirá a los seres humanos, una estructura social basada en la codicia, en la división, en la propiedad, etc. De suerte que lo que vosotros sois, eso es el mundo; y sin vuestra transformación no habrá transformación del mundo. Pero, el estudiarse uno mismo exige extraordinario cuidado, una flexibilidad en extremo veloz; y una mente agobiada por el deseo de un resultado jamás podrá seguir el veloz movimiento del pensar. La primera dificultad, entonces, está en ver la verdad de que el individuo es responsable, de que vosotros sois responsables de todo el lío; y cuando veáis vuestra responsabilidad, en establecer la intención de observas y por lo tanto de producir una transformación radical en vosotros mismos. Ahora bien, si la intención existe podemos ir adelante y empezar a estudiarnos a nosotros mismos. Al estudio de vosotros mismos debéis llegar con la mente despejada, ¿no es así? Pero si ya habéis afirmado que sois “atman”, o “paramatman”, o lo que sea, si buscáis una satisfacción de esa índole, ya os halláis atrapados en un armazón de pensamiento, y por lo tanto no estudiáis vuestro proceso total. Os miráis a vosotros mismos a través de una pantalla de ideas, lo cual no es estudio, no es observación. Si yo quiero conoceros, ¿qué tengo que hacer? Tengo que estudiaros, ¿no es así? No puedo condenaros porque sois brahmanes o pertenecéis a alguna otra bendita casta. Debo estudiaros, observaros, atisbar vuestros estados de ánimo, vuestro temperamento, vuestro lenguaje, vuestros vocablos, vuestros modales, etc. Pero si os miro a través de un tamiz de prejuicios, de conclusiones, entonces no os comprendo; sólo estudio mis propias conclusiones, que carecen de significación cuando lo que procuro es entenderos. Análogamente, si deseo comprenderme a mí mismo, tengo que descartar toda la serie de pantallas, las tradiciones y creencias establecidas por otras personas, sin que importe que se trate de Buda, de Sócrates o de quien fuere; porque el “tú”, el “yo”, es una entidad extraordinariamente compleja, con diferentes máscaras, diferentes facetas, según el momento y la ocasión, las circunstancias, las influencias ambientales, etc. El “yo” no es un ente estático; y el conocerse y comprenderse uno mismo es mucho más importante que estudiar los dichos de los demás o mirarse a sí mismo a través del tamiz de las experiencias ajenas. Existiendo, pues, la intención de estudiarnos a nosotros mismos, los tamices, los asertos, las experiencias y conocimientos ajenos, carecen evidentemente de valor. Porque, si yo quiero conocerme a mí mismo, tengo que saber qué soy, no qué debería ser. Un “yo” hipotético carece de valor. Si yo deseo saber la verdad respecto de algo, debo mirarlo, no cerrarle la puerta. Si lo que estudio es un automóvil, tengo que estudiarlo por sí mismo, no comparar un Packard con un Rolls Royce. Debo estudiar el coche como Rolls Royce, como Packard, como Ford. El individuo es de suma importancia, porque es él, en su vida de relación, quien crea el mundo. Cuando veamos esa verdad, empezaremos a estudiarnos a nosotros mismos prescindiendo de los asertos de otros, por grandes que sean. Sólo entonces podremos seguir sin condenación ni justificación el proceso íntegro de todo pensamiento y sentimiento que exista en nosotros, con lo que empezaremos a comprenderlos. Cuando existe, pues, la intención, puedo proceder a investigar aquello que soy. Es obvio que soy el producto del medio ambiente. Ese es el comienzo, tal primer hecho que hay que ver. Para descubrir si soy algo más que el mero producto de las influencias ambientales y climáticas, debo primero estar libre de esas influencias, que existen en torno mío y de las que soy el producto. Soy el resultado de las condiciones, de los absurdos, de las supersticiones, de los innumerables factores, buenos y malos, que forman el medio ambiente en torno mío; y para descubrir si soy algo más, tengo evidentemente que estar libre de esas influencias, ¿verdad? Para comprender algo más, debo primero comprender lo que es. El afirmar simplemente que soy algo más, carece de sentido hasta que esté libre de las influencias ambientales de la sociedad en que vivo. La libertad es el descubrimiento del verdadero valor de las cosas que me rodean, y no el mero hecho de negarlas. La libertad llega ciertamente con el descubrimiento de la verdad acerca de todo lo que me rodea: la verdad acerca de la propiedad, de las cosas, de la convivencia, de las ideas. Sin descubrir la verdad acerca de esas cosas, no puedo encontrar lo que pueda llamarse “verdad abstracta” a Dios. Estando atrapada en las cosas que me rodean, es obvio que la mente no puede ir más lejos, no puede ver ni descubrir lo que está más allá. El hombre que busca comprenderse a sí mismo, tiene que comprender su relación con las cosas, con la propiedad, con las posesiones, con el país, con las ideas con las personas que le rodean de un modo inmediato. Este descubrimiento de la verdad acerca de la vida de relación no consiste en repetir palabras, en arrojar sobre los demás, verbalmente, ideas sobre la convivencia. El descubrimiento de la verdad acerca de la interrelación, viene con la experiencia de la relación con la propiedad, con las personas, con las ideas; y es esa verdad la que resulta libertadora, no el mero esfuerzo de estar libró de la propiedad o de la convivencia. Uno puede descubrir la verdad acerca de la propiedad de la interrelación, de las ideas, tan sólo cuando existe la intención de descubrir la verdad y no sufrir la influencia del prejuicio, de las exigencias de tal o cual sociedad o creencia, de los preconceptos respecto de Dios, la verdad o lo que os plazca; porque el nombre, la palabra, no es la cosa. La palabra “Dios” no es Dios sino tan sólo una palabra; y para ir más allá del nivel verbal de la mente, del conocimiento, hay que experimentar directamente, y para experimentar directamente hay que estar libre de aquellos valores que la mente crea y a los cuales se aferró. Comprender, por lo tanto, este proceso psicológico de uno mismo, es mucho más importante que comprender el proceso de las influencias ambientales externas. Es importante que os comprendáis a vosotros mismos primero, porque al comprenderos causaréis una revolución en vuestras relaciones y con ello crearéis un mundo nuevo.

Selección de preguntas a Krishnamurti I


Pregunta: Antes de que pueda conocer a Dios, el hombre tiene que saber qué es Dios. ¿Cómo podrá Ud. presentar al hombre la idea de Dios sin traer a Dios al nivel del hombre?

Krishnamurti: Eso no es posible, señor. Ahora bien, ¿qué es lo que nos impulsa a buscar a Dios, y es real esa búsqueda? Para la mayoría de nosotros, ella es un modo de eludir lo existente. Debemos, pues, aclarar muy bien para nosotros mismos si esta búsqueda de Dios es una escapatoria, o si es la búsqueda de la verdad en todo: en nuestras relaciones, en el valor de las cosas, en las ideas. Si sólo buscamos a Dios porque estamos cansados de este mundo y de sus miserias, se trata de una escapatoria. Entonces creamos un dios, que por lo tanto no es Dios. El dios de los templos, de los libros, no es Dios, evidentemente. Es una maravillosa evasión. Pero si tratamos de encontrar la verdad, no en una serie exclusiva de acciones sino en todas nuestras acciones, ideas y relaciones, si buscamos la verdadera evaluación del alimento, del vestido y del albergue, entonces, siendo nuestra mente capaz de claridad y entendimiento, cuando busquemos la realidad la encontraremos. Entonces no será una evasión. Pero si estamos confusos con respecto a las cosas del mundo: alimento, vestido, albergue, relaciones e ideas, ¿cómo podremos encontrar la realidad? Sólo podemos inventar una “realidad”. De suerte que Dios, la verdad o la realidad, no habrá de ser conocido por una mente que se halla confusa, condicionada, limitada. ¿Cómo puede pensar en la realidad o Dios una mente así? Primero tiene que “descondicionarse”. Tiene que libertarse de sus propias limitaciones, y sólo entonces puede saber qué es Dios; antes no, evidentemente. La realidad es lo desconocido, y aquello que es conocido no es lo real. Así, pues, una mente que desee tiene que liberarse de su propio condicionamiento, el cual le es impuesto exterior o interiormente; y mientras la mente engendre discordia, conflicto en la vida de relación, no podrá conocer la realidad. De modo que si uno ha de conocer la realidad, la mente tiene que estar en calma; pero si a la mente se la compele, se la disciplina para que esté tranquila, esa tranquilidad es en sí misma una limitación, mera autohipnosis. La mente sólo llega a ser libre y a estar quieta cuando comprende los valores que la rodean. Para comprender, pues, aquello que es lo más elevado, lo supremo, lo real, debemos empezar muy bajo, muy cerca; es decir, tenemos que descubrir el valor de las cosas, de las relaciones y de las ideas con las cuales nos ocupamos a diario. Y si no se las comprende, ¿cómo puede la mente buscar la realidad? Puede inventar una “realidad”, puede copiar, puede imitar; y como ha leído tantos libros, puede repetir la experiencia de los demás. Pero eso, por cierto, no es lo real. Para experimentar lo real, la mente debe dejar de crear; porque cualquier cosa creada por ella sigue dentro del cautiverio del tiempo. El problema no consiste en saber si hay o no hay Dios, sino en cómo podrá el hombre descubrir a Dios; y si él en su búsqueda se desprende de todo, inevitablemente encontrará esa realidad. Pero tiene que empezar por lo que está cerca, no por lo que está lejos. Es obvio que para ir lejos hay que empezar cerca. Pero la mayoría de nosotros deseamos especular, lo cual es una escapatoria muy cómoda. Por eso es que las religiones ofrecen tan maravilloso narcótico para la mayoría de la gente. De suerte que la tarea de desenredar la mente de todos los valores que ha creado, es en extremo ardua. Y como nuestra mente está fatigada, o somos perezosos, preferimos leer libros religiosos y especular acerca de Dios; pero eso, a buen seguro, no es el descubrimiento de la realidad. Realizar es “vivenciar”, no imitar.