Pregunta: La familia
es el armazón de nuestro amor y codicia, de nuestro egoísmo y división. ¿Qué
lugar ocupa ella en su esquema de las cosas?
Krishnamurti: Señores, yo no tengo
ningún esquema de las cosas; ¡Hay que ver de qué manera absurda
pensamos en la vida! La vida es algo viviente, algo activo y dinámico, y no podéis ponerla en un
marco. Son los intelectuales quienes ponen la vida en -un marco y tienen un esquema para
sistematizarla. Yo no tengo, pues, un esquema; pero consideremos los hechos.
Está primero el hecho de nuestra relación con otros, ya sea con una esposa, un esposo
o un hijo -la relación que llamamos “familia”. Examinemos el hecho de lo que
ella es, no lo que desearíamos que fuera. Cualquiera puede tener ideas
temerarias acerca de la familia; mas si podemos considerar, examinar,
comprender lo que es, tal vez seremos capaces de transformarlo. Pero el
encubrir simplemente lo que es con una serie de hermosas palabras, llamándole
responsabilidad, deber, amor, es algo que carece de sentido. Lo que vamos,
pues, a hacer, es examinar lo que llamemos “familia”. Porque, señores, para comprender
alguna cosa tenemos que examinar lo que es, no encubrirlo con frases de agradable
resonancia. Ahora bien, ¿Qué es lo que llamáis familia? Es, evidentemente, una
convivencia de intimidad, de comunión. Pero en vuestra familia, en vuestra
relación con vuestra esposa, con vuestro esposo, ¿hay acaso comunión? Eso es,
por cierto, lo que entendemos por convivencia, ¿verdad? La convivencia
significa comunión sin temor, libertad para comprenderse unos a otros, para
comunicarse directamente. Es obvio que la convivencia significa eso: estar en
comunión unos con otros. ¿Lo estáis vosotros? ¿Estáis en comunión con vuestra
esposa? Quizá lo estéis físicamente, pero eso no es convivencia. Vosotros y vuestra
esposa vivís en lados opuestos de un muro de aislamiento, ¿no es así? Tenéis vuestros
propios empeños, vuestras ambiciones, y ella tiene los suyos. Vivís detrás del
muro, y de vez en cuando os asomáis por encima; y a eso le llamáis convivencia.
Se trata de un hecho, ¿verdad? Podéis agrandarlo, suavizarlo, adoptar una nueva
serie de palabras para describirlo, pero ese es el hecho real: que vosotros y
otra persona vivís en el aislamiento, y a esa vida en el aislamiento le llamáis
convivencia. Ahora bien, si hay verdadera convivencia entre dos personas, lo
cual significa que entre ellas hay comunión, lo que tal cosa implica es enorme.
Entonces no hay aislamiento; entonces hay amor, no responsabilidad ni deber.
Las personas que están aisladas detrás de su muro son las que hablan de deber y
responsabilidad. Pero el hombre que ama, no habla de responsabilidad; ama. Por
lo tanto comparte con otro ser su alegría, su dolor, su dinero, ¿Son así
nuestras familias? ¿Existe comunión directa con vuestra esposa, con vuestros
hijos? Es obvio que no, señores. La familia, por consiguiente, es una simple
excusa para que continúe vuestro nombre o tradición, para que ella os brinde lo
que necesitáis, sexual o psicológicamente. La familia resulta, pues, un medio
de auto perpetuación, de que continúe vuestro nombre. Esa es una clase de
inmortalidad, un género de permanencia. También se utiliza la familia como
medio de satisfacción. Exploto cruelmente a los demás en el mundo de los
negocios, en el mundo político o social fuera de mi hogar; y en mi hogar
procuro ser bueno y generoso.; ¡Qué absurdo! O si el mundo resulta demasiado
para mí, deseo la paz y me voy a casa; sufro en el mundo, y vuelvo al hogar
para tratar de hallar consuelo. Me valgo, de la convivencia como medio de
satisfacción, lo cual significa que no quiero ser perturbado por mis relaciones.
Eso es, pues, lo que ocurre, señores, ¿no es así? En nuestra familia hay
aislamiento, no comunión; y por lo tanto no hay amor. El amor y el sexo son dos
cosas diferentes, lo cual discutiremos en otra oportunidad. En nuestro
aislamiento podremos desarrollar una forma de altruismo, una devoción, cierta
bondad, pero es siempre detrás del muro, porque más nos inquietamos por
nosotros mismos que por los demás. Si os interesaseis por los demás, si estuvierais
realmente en comunión con vuestra esposa, con vuestro esposo, y por lo mismo fueseis
abiertos al prójimo, el mundo no se hallaría en esta miseria. Es por eso que
las familias en el aislamiento se vuelven peligrosas para la sociedad. ¿Cómo,
pues, acabar con este aislamiento? Para acabar con este aislamiento debemos darnos
cuenta de él; no debemos desentendernos de él o decir que no existe. Sí existe,
ese es un hecho obvio. Daos cuenta del modo como tratáis a vuestra esposa, a
vuestro esposo, a vuestros hijos; daos cuenta de la dureza de la brutalidad, de
los asertos tradicionales, de la falsa educación. ¿Pretenderéis decir, señores
y señoras, que si amarais a vuestra esposa o a vuestro esposo tendríamos este
conflicto y miseria en el mundo? Es porque no sabéis amar a vuestra esposa, a
vuestro esposo, que no sabéis amar a Dios. Queréis a Dios como un medio más de
aislamiento, de seguridad. Después de todo, Dios es la seguridad final; pero tal
búsqueda no es la búsqueda de Dios sino de un mero refugio, una evasión. Para encontrar
a Dios debéis saber amar, no a Dios sino a los seres humanos que os rodean, a
los árboles, a las flores, a las aves. Entonces, cuando sepáis amarlos, sabréis
realmente que es amar a Dios. Si no amáis a los demás, si no sabéis lo que
significa estar en completa comunión unos con otros, no podéis estar en
comunión con la verdad. Pero, como veis, no pensamos en el amor, no nos
interesa estar en comunión unos con otros. Queremos seguridad, ya sea en la
familia, en la propiedad o en las ideas; y donde la mente busque seguridad,
jamás podrá conocer el amor. Porque el amor es la cosa más peligrosa. Cuando amamos
a alguien, en efecto, somos vulnerables, somos abiertos; y no queremos ser abiertos.
No queremos ser vulnerables. Queremos estar encerrados, queremos estar más cómodos
dentro de nosotros mismos. De suerte que una vez más, señores, el producir una
transformación en nuestra convivencia no es asunto de legislación, de
compulsión según los Shastras, ni de nada de eso. Para producir una
transformación radical en la convivencia, tenemos que empezar por nosotros
mismos, vigilaos a vosotros mismos, cómo tratáis a vuestra esposa e hijos.
Vuestra esposa es una mujer, y con eso está dicho todo: ¡hay que usarla como
felpudo! No miréis a las señoras; miraos a vosotros mismos. No creo que os deis
cuenta, señores, del estado catastrófico en que el mundo se halla actualmente,
pues de otro modo no seríais tan insensibles a todo esto. Nos hallamos al borde
de un precipicio: moral, social y espiritual. No veis que la casa se quema, y
estáis viviendo en ella. Si supierais que la casa se quema, si supierais que
estáis al borde de un precipicio, actuaríais. Pero por desgracia os halláis cómodos,
sois tímidos, vuestra vida es holgada, sois insensibles, estéis hastiados y
exigís satisfacción inmediata. Dejáis, por lo tanto, que las cosas vayan a la
deriva, y así la catástrofe mundial se avecina. No se trata de una simple
amenaza sino de un hecho real. En Europa la guerra ya se pone en marcha;
guerra, guerra, guerra, desintegración, inseguridad. Después de todo, lo que
afecta a los demás os afecta a vosotros. Sois responsables de los demás, y no
podéis cerrar vuestros ojos y decir “aquí en Bangalore estoy en seguridad”. Eso
sería, evidentemente, un pensamiento muy miope y estúpido.
La familia, pues, se
convierte en un peligro cuando hay aislamiento entre marido y mujer, entre
padres e hijos, porque entonces la familia fomenta el aislamiento general. Más cuando
los muros del aislamiento son derribados en la familia entonces estáis en comunión
no sólo con vuestra esposa e hijos sino con el prójimo. Y entonces la familia
no está encerrada, no es limitada; no es un refugio, una evasión. El problema,
pues, no es un problema ajeno sino
nuestro propio problema.
No hay comentarios:
Publicar un comentario