Como decía Mario Vargas Llosa en su discurso al recibir el nobel, la ficción de la literatura y otras artes son un escape, a la vez que un reconocimiento: Que la realidad no es suficientemente buena.
Pongo este blog con algunos cuentos y ensayos modestos escritos por mí, para entrener a quién le interesen, aburrir a quién le afliga, aborrecer a algún desdichado perdido y con suerte, quizás, si Dios me lo permite, emocionar algún alma sensible.
Si cree encontrar errores ortográficos o de redacción, tenga con toda seguridad la certeza que es con intenciones artísticas o educativas, para que al darse cuenta de mi error se sintiese bien de su amplio conocimiento.

sábado, 29 de enero de 2011

El milagro de la bandera

¿¡Pero dónde encuentra uno la nación!?
-Baja el tono, no vayan a escucharte
-Todavía con eso-le dije mientras apaga mi cigarrillo en la mesa plástica-este lugar es lo más cercano a un hogar que tendrás, mientras esos cerdos británicos estén aquí no hay seguridad que valga. A veces quiero quemarles una bandera y terminar con todo esto, no hay nada peor que el agotamiento que trae no hacer nada.
       - No digas eso, ya has hecho mucho, más de lo que la madre Francia te hubiera pedido, estoy seguro que Jean D’arc y Robespierre te miran con orgullo y envidia, expectantes.
Alain estaba casado con una hermosa joven. Incluso comprometido como era a su país, esto le limitaba. No hay lugar en política para quienes temen por su vida, para quienes tienen algo que perder.
Los dos hombres charlaban: Uno de mediana edad, con barba descuidada, un semblante duro y frio, el otro más joven, actuaba desesperadamente por aparentar una postura irascible, aun en contra de sus constantes dudas y confusiones.
Caminaron por un largo pasillo iluminado tan sólo por la mera luz tambaleante de un arcaico foco, que rebelaba las blancas paredes de un antiguo hospital. Al final de tal pasillo fueron despedidos con los saludos de ambos guardias, guerrilleros, que si no fuera por la boina con la flor de lis, bien podrían ser policías.
Cuídate, y no olvides a Francia- le dije mientras prendía un cigarro.
Alain llegó absorto, el tiempo que le tomaba entre salir del cuartel y tomar las llaves de su hogar era tregua. Un trance en el cual no tenía que plantar semblante belicoso, ni actuar de hombre que ama el mundo, ignorando con sorprende eficacia todos sus callejones oscuros. La locomoción colectiva, separada para los ciudadanos franceses, era realmente horripilante, pero su estado vomitivo no parecía afectar en absoluto a la mente de quien anda perdido en un sueño, encontrándose ocasionalmente a sí mismo.
Tomó las llaves de su casa y respiró hondo. La lujosa puerta de madera se abrió y el suspiro marcó el tiempo de otro acto, cayendo el telón se escucharon las palabras de bienvenida: 
        -¡Volví! Gritó expidiendo todas sus fuerzas, para derrotar su propia voluntad 
        -Vuelves temprano- dijo con una sonrisa la hermosa Adèle
Cada vez que regresaba irrumpía la sorpresa, sin creer en la belleza de quien le acompañaba, a un desgraciado como él, a un maldito rico corriendo con panfletos entre sombras, una dama tan radiante que opacaba todos sus Renoir.
Transcurrieron dos horas antes de la comida, en las cuales bebió café y miró televisión. Pasaban una comedia británica de la cual se valía para repasar las actividades de los revolucionarios. En su mente meditaba el itinerario de aquellas ilícitas actividades que envolvían sus sueños. 
            -He estado pensando que nuestra hija debería ir a un colegio británico, estoy seguro que con tu puesto podrías lograrlo.
Apresuradamente enmarañó alguna mentira para evitar revelarse. Antes de que supiera que había dicho cinco minutos de improvisación poco prudente dejaron un portazo, Adèle se retiraba a su habitación indignada. El agrio gusto de la victoria desenterró algo recóndito en él. Como Napoleón, supuso que otra victoria apagaría la llama de la ponzoña.
       -De entonces a ahora han pasado dos meses y no te he visto más decidido jamás- dije apagando lo que sería quizás mi último cigarro- Yo pensé que moriría de este veneno, pero me has brindado la oportunidad del honor, pase lo que pase, hoy se decidirá.
      En la habitación, reunidas las cabezas se disponían a un asalto. El plan era simple: matar al jefe, decapitarlo, exponerlo en una pica, quemar las banderas viejas, salvar la patria. Se equivoca el viento al creer que huyendo de un lado a otro cambiarían las cosas, las guerras corren como el sol que nace y cada día parece que todo se ha olvidado.
        -¡Viva Francia!
Con ello se abría la escena del clímax, disparos, morteros, artillería, el fuego prendía la noche. Alain trotaba con sus compatriotas a la plaza de la concordia, pasaron por debajo del arco del triunfo y sus espíritus se elevaron.
La avenida Campos elíseos era en ese momento un infierno. Jóvenes y ancianos se escabullían exasperados, gritos de niñas pequeñas y sangre sobre sangre, aquel escenario dantesco era el que preveía la victoria. Alain quiso ayudar a una niña atrapada bajo un poste de luz, se percató que ello denotaría su muerte.
Del Obelisco en el centro de la plaza colgaba la enorme bandera británica. La refriega fue intensa, avanzar parecía imposible con las oleadas de metrallas que regaban cadáveres inocentes. Los combatientes usaban los cuerpos amontonados como barricada y disparaban con ingenuas esperanzas sus anticuados rifles.
Alain pensó en ese momento que le habría gustado ver el final de aquella serie a la cual nunca prestó mucha atención. Su oración fue interrumpida cuando reconoció aquella escultura viva tan hermosa que abrazaba a una niña rubia, vistiendo el uniforme del Holy british school. Sus ojos ciegos dejaron entonces las luces de metrallas para saltar sobre cuerpos y abominaciones deformadas.
Que providencia divina lo hubiera tocado para alcanzarlas, cuando cubrió con su espalda a las dos mujeres, no lo salvó de numerosos disparos. De rodillas, contento, notó el vestido de aquella mujer, él como todo hombre de dos caras, conocía la ropa de su esposa, aquel vestido azul de puntos nunca le había visto.
El obelisco, asediado por una granada, se desmoronó. Entonces vieron todos: La bandera se había teñido azul, tenía la flor de lis dibujada. De repente todas las armas de la ciudad se atascaron, de repente, con el último suspiro de Alain, comenzaron a reír unánimemente soldados ingleses y guerrilleros franceses, entonces fue que prendí un cigarro.

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