Usted está despedido.
Al sonar el trueno se desvanecía el obscuro susurro de esperanza en la vida de Manuel Serrana. El pálido minúsculo de su ego cedió y no pudo escupir el último bien merecido insulto guardado en su pecho. Cansado y deprimido, se dirigió al bar más cercano a tomar los últimos tragos en una larga tradición de tardes melancólicas.
Horas más tarde miraba por el vidrio del bus el rápido pasar de los escaparates urbanos, lamentándose de llegar a su casa solo. Escuchaba en ese momento a un compañero de oficina, con el cual no hablaba, pelearse con su pareja por teléfono. Hace falta un fortuito accidente del destino para traer los malos recuerdos, memorias de traición y locura.
Entre el ruido ensordecedor del silencio, la jungla de caras moribundas y la escaramuza amorosa del vecino, Manuel escuchó la voz de una joven, no más de 20, que hablaba en tono maternal. Era la sonata exhumada de la fraternidad, la voz enseñaba al hermano las calles.
Le probaba, le preguntaba, con fin de mostrarle los caminos del mundo, los nombres de incontables generales, conquistadores, políticos y héroes desconocidos enmarañados en el caos de la metrópoli.
Manuel llegaría a su casa esa noche con la cara seca de alcohol y lágrimas, y la boca enhiesta, con una sonrisa perpleja.
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