Como decía Mario Vargas Llosa en su discurso al recibir el nobel, la ficción de la literatura y otras artes son un escape, a la vez que un reconocimiento: Que la realidad no es suficientemente buena.
Pongo este blog con algunos cuentos y ensayos modestos escritos por mí, para entrener a quién le interesen, aburrir a quién le afliga, aborrecer a algún desdichado perdido y con suerte, quizás, si Dios me lo permite, emocionar algún alma sensible.
Si cree encontrar errores ortográficos o de redacción, tenga con toda seguridad la certeza que es con intenciones artísticas o educativas, para que al darse cuenta de mi error se sintiese bien de su amplio conocimiento.

martes, 21 de diciembre de 2010

La historia de una hormiga

Era primera vez que recibía una carta. La abrí, consternado, esperando cualquier cosa menos lo que leí.
  “Lamentamos informarle que debido a la nueva oleada de obreros que nuestra reina engendró, además del limitado espacio para cargadores debajo de una frutilla, nos vemos obligados a prescindir de sus servicios.”
¿Qué debo hacer? He sido cargador de frutillas toda mi vida. No estoy calificado para las tareas más complejas, como diseñar túneles o ingeniar transporte de carroña. No estoy instruido para ello ¿Es qué me ha llegado la hora de un exilio mudo?
¡No! Esto es una oportunidad, ahora que tengo tiempo libre puedo dedicarme a hacer lo que se me dé la gana.
¿Qué hormiga querría otra cosa?
Sentado en el suelo desierto de su habitación, contemplaba su cama en silenciosa complacencia, preguntándose a qué hora podría nuevamente comer, cuánto tiempo habría de esperar el anochecer.
No es común ver hormigas sentadas, no es común siquiera verlas con los ojos cerrados,  salvo por la necesaria cuota de sueño cotidiano. Por el contrario, se les ve siempre en movimiento, siempre trabajando para un mejor futuro, para la supervivencia; esa actitud devota hacia el trabajo hizo muy extraño el eco entre la colonia, cuando en los siguientes meses se pasó la voz sobre una hormiga que permanecía inmóvil contra las paredes de los túneles, mientras veía los trabajadores pasar, y que a la hora de descanso se quedaba contemplando la luz de la salida hasta la clausura de la última guardia, circunstancia en que se retiraba a su agujero.  A tal grado se elevaba esa excéntrica cesante, que en una ocasión trajo uno por uno, sin ayuda de nadie, los ciento ochenta y ocho pedazos en los que se separaba una frutilla, una vez que los cargadores la depositaban en la bodega; ciento ochenta y ocho pedazos que permitían a una sola hormiga cargarlos. Así se asignaban tareas, pues el alimento, aunque cargado en masa, se repartía en raciones individuales.
Al final de la jordana de dos tercios de día - habitual para nuestra colonia - me encontraba descansando en mi agujero cuando comencé a percatarme de algo que había cambiado.   Hace tiempo ya lo estaba haciendo, pero acababa de darme cuenta. Estoy pensando, estoy charlando conmigo mismo. Es más, me pregunto momento a momento sobre mi curso de acción. Contemplé los trozos de frutilla que había acumulado en mi agujero. Apenas cabían. Los había traído uno por uno, partiéndolos antes de traer la frutilla. ¿Quién habría pensado esto posible?

Rápidamente el ex obrero comenzó a ver distinta la colonia. Observaba atentamente. Sus ojos, ahora abiertos, seguían cada momento, cada movimiento, siempre percibiendo distinto, siempre espejos de un cristal único y discante. La revolución fue sigilosa y los guardias, acostumbrados a ver cuerpos enteros pasar, brazos y piernas cargar, nunca seguían aquellos ojos, ahora brillantes, de modo que continuaban considerándolo un mutante, nada más.
Afuera llovía, dentro la jornada continuaba como siempre. Al paso del reloj se movían las filas interminables de obreros. Nadie veía la tormenta, el torbellino dentro de su mente.
  -¡Solicito una audiencia con la reina!
Quién sabe si fue pura curiosidad o el eco renovado de fulgor en su voz, pero la reina accedió a la insensata demanda. Se vio en aquel momento entrar a una hormiga por la cueva real, sin bajar las antenas, penetrando cada rincón del trono con su mente.
Toda la corte estática esperaba las palabras del extraño.

-Su excelentísima majestad, soy un ex-cargador de frutillas y si me permite, tengo algo que decirle, algo que creo, podría ser muy útil.
             -¿Quién es este que cree útil hablar? Lo útil es traer comida y reproducirse ¿No eras tú un cargador? ¡Deberías saberlo!  Mas mi paciencia es grande y mi interés sin igual, cuando se trata de utilidad. Te permito hablar.
           -Mi reina, he estado en el exterior, he visto los lugares donde las frutillas nacen. He pensado, quizás, que ellas, igual que nosotros, se alimentan, solo usan otros medios.
            -Al grano granuja
        -Mi reina, creo posible crear más frutillas, muchas más. Necesitaríamos solamente la tierra y el agua del cielo.
Las risas de la corte se extendieron como una plaga por toda la colonia y resonaron carcajadas crujientes, a tal punto que parecía, ulularan sufrientes.
Sólo se vio la espalda de él salir de la corte. Apurado escapaba a su agujero cuando lo detuvo la voz de quien sería su primer estudiante.
           -Yo también he visto el lugar donde nacen las frutillas, es posible que tengas razón.
En ese túnel, por donde había circulado tantas veces, el cual todos los cargadores conocían por asiduo caminar al punto de andar ciegos, mirando el suelo y aplastados por el excesivo peso, en ese ejercito errante de efigies taciturnas descubrió su nuevo destino.

Ambos sujetos charlaron toda la noche sobre el futuro, primero de la colonia, luego de los cerros, en la última hora de la luna, hablaron sobre las estrellas. A este joven, el pensador tenía mucho que enseñar. Despertó en él rápidamente una urgencia por transmitir lo que en su mente nadaba. Ese libre baile estaba ahora hambriento por armonía.
La tarea comenzó como un accidente. En cosa de días llegaron decenas de nuevos aprendices convocados por el interés hacia el ex-obrero que pensaba.  Los siguientes meses les conté el dialogo de mi mente. Les dije lo que observaba, lo que sentía, lo que creía. A veces me afligía, inseguro. Encontré nada más que sorpresas dichosas y palabras cálidas. En estos jóvenes, en esta nueva colonia, encontré un hogar.

Un día se agotaron mis trozos de frutilla. La colonia había dejado de proporcionarme alimento hacía largo tiempo, pues mi ignominia era en efecto inútil. El oficio al que me consagraba no era legítimo, no aportaba en absoluto a la supervivencia. Por algunos días mis estudiantes me proporcionaron restos de frutilla que apartaban de su alimento, sin embargo, las presiones de sus labores hicieron que la pérdida de peso y energía se notara rápidamente. Después de una reprimenda por parte de sus capataces, mi primer discípulo nos dijo: “No se preocupen, yo me encargare del alimento del maestro”
Todo funcionó bien hasta que el primer discípulo fue sorprendido robando una porción de frutilla en el almacén. 
Entonces el hambre toma hoy una dimensión carnal, comienzo a adelgazar y sentirme débil. Evidentemente no puedo seguir dependiendo de mis pobres jóvenes.   Aun no estoy demasiado viejo. La colonia pretende matarme de hambre, me creen débil, deficiente, inútil. ¡Yo les mostraré!
Ese mismo día dos guardias se reían del ya reconocido vejestorio, que transitaba llevando un duro trozo de pan. Era invierno y la escasez del mundo exterior exigía medidas drásticas.
Uno por uno los días del duro invierno, el decidido maestro caminaba el largo trayecto desde su agujero al mundo exterior, donde pasaba horas, a veces toda una tarde buscando algún trozo de alimento para mantenerse. Escalaba las monumentales paredes de las puertas humanas en busca de su dulce. La tarea de recolector  era la más heroica entre todas las de la colonia, suponía inmensos riesgos y demandaba enormes travesías.
No tardó mucho en cansarse. Día tras día, cada vez intentaba traer un poco más, un gramo más de dulce para escapar la asidua odisea la mañana siguiente. No hubo caso. El esfuerzo de traer el gramo lograba únicamente más cansancio, más hambre al final del día. Devoraba ferozmente los gramos extra con un hambre monstruosa, resignado al día siguiente, para salir de nuevo desnudo a azarosa clemencia, bajo el duro clima de un invierno perpetuo.
Aun así, seguía enseñando a los jóvenes, decidido a mostrarles un aspecto oscurecido de las hormigas, uno que hasta ahora nadie conocía.

Pasaron las semanas y el cuerpo del anciano lo recibía como décadas. Ya había vivido más que cualquier otra hormiga antes. Varias otras colonias escucharon el cuento del extraño maestro, el insólito relato resonó con fuerza, le mandaron una ofrenda de buena fe. Los guardias miraban atónitos pasar la descomunal caravana de extranjeros cargando tres frutillas enteras, suficiente comida para toda la estación. Esa noche los alumnos celebraron con purísimo azúcar flor,  rieron escuchando las mágicas anécdotas del maestro y sus aventuras en el exterior.
Así pasó el tiempo, los árboles comenzaron a florecer, el cielo se volvió claro y las flores coloridas. Era primavera, otra vez época de recolección.
 Fortalecido por el prolongado descanso y rebozando de vigor, propuse una excursión al mundo exterior. En mis discípulos, ni en ninguna hormiga, había visto jamás unas sonrisas tan poderosas. Caminamos en grupo, desordenados y dichosos por los túneles, recibiendo las expresiones envidiosas de guardias, observando a los nuevos cargadores de frutilla mirar el suelo con sus pesadas cargas, transitando en líneas perfectas por nuestras espaldas.
Vi el primer rayo de sol con una incipiente esperanza. Tome la mano de mi primer discípulo, que me jaló desde fuera del agujero hacia la luz. Sentí el calor, vi los multiples arcoíris y despertó en mí una pasión radiante. Estaba sentado en el talo de un tronco de pasto gozando este calor, cuando repentinamente sentí una brisa, miré a ambos lados. Los rayos de sol no golpeaban la tierra sombría a mí alrededor. Miré arriba mío y un enorme cuerpo bloqueaba el cielo, el corpúsculo se hizo rápidamente más y más grande, gigantesco, hasta que finalmente…
Ese día un zapato aplastó una hormiga. Un niño que jugaba en el patio junto a su amigo se dedicó por un rato a entretenerse con la lupa y quemar el resto de hormigas en el patio. Su madre sonreía desde la cocina, encantada de ver a su hijo afuera y contento.

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