Rendido en la áspera arena, contemplé el vasto desierto que me rodeaba. No había ninguna duda, había estado soñando, aunque no podía recordar qué. ¿Tal vez sea el poder de este lúgubre paisaje? ¿Puede la arena robarme la esperanza?
Sentí el ardiente sol rogarme el peso baldío de mi mente. Una gran fuerza me imploraba caminar, caminar y no mirar atrás.
El sol resplandecía y sin piedad quemaba mi piel mientras la arena medraba mi enfermo caminar. Encontraba consuelo en la efímera brisa que acariciaba las piernas lánguidas, teñidas amarillas por la arena pegada en la sangre, y la sangre pegada en el cuero mancillado, hambriento de mi piel.
Comencé a escuchar un susurro en el viento. Lo que me quedaba de voluntad me rogaba oídos sordos, mas mi alma ya había saltado al abismo.
Levante mis ojos en busca del horizonte. Conseguí ver a lo lejos una figura sombría, dios habrá de venir a por mí.
Saboreé la amarga arena escarneciente. En paz con mi destino mastique sus burlas y escupí la dulce satisfacción de la tranquilidad. A punto de entregar el suspiro final, escuché una voz:
¿Necesitas ayuda, hermano?
Contemplé la sombra, primero, y luego la imponente figura del hombre que se paraba decisivo frente a mí. Su grave y profunda voz, calmada y cálida debatía con su rostro, aunque llevaba las vestiduras de un hombre sagrado, su semblante delataba el odio sufriente que sólo puede venir de la desesperación.
Extendió su mano y me empujó hacia la luz
Desde entonces lo seguí, supe que estaba solo y perdido.
Desde entonces vi el desierto en el mar humano, en cada taberna, en cada esquina, hombres solos y perdidos, batallando con su propia voluntad.
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