“Amo cruzar un rio en brillante luz de luna y ver el agua perturbada por peces de cristal bajo la fuerte noche. Mientras contemplo mis propios mediocres pensamientos en el alma tardía, reflejo un sueño de oro oxidado por la angustiosa lluvia que es mi propio tiempo, entonces sé que todo se irá, y comprendo mi propia estrella como una parpadeante imagen fortuita en el gran sueño del universo.”
Sei Shonagon, El libro de la almohada
Después de un indescifrable disparate tal despliego de humildad no podía ser más que admirado. Cansado y deprimido, caminó errante hasta el más lejano barrio, para verse extranjero en la ciudad, queriendo escapar de la costumbre.
Con el errante anonimato vendrían nuevas fuerzas. Por las murallas de bestias de piedra, corrió la calle como un halcón en vuelo. Estaba escrita la reflexión en su rostro, una introspectiva eterna búsqueda de vicisitudes fugaces a su lado que escapan a su conciencia. En ese día no debía ocurrir nada, pero a su mente la meditación repuso, con un golpe de heroísmo, la necesidad por algun renovador acontecer. Tomó el primer vuelo hacia Japón.
Por la noche, las vagas luces marcaban el suburbio japonés. Recorrió el paisaje sin prestarle atención.
Al amanecer, el invierno mostraba in impecable cielo y aire limpio. Inquieto, cargaba su antiguo pesar. No sufría, no hablaba. Su mayor angustia era la nostalgia.
“No sé muy bien dónde ni cómo, pero cuando he nuevamente visto el cielo había desaparecido. Me es ajeno, indescriptible. Anhelo nada más que compañía y el retorno a mi hogar. ¿Quién sabrá quererme?”
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