Como decía Mario Vargas Llosa en su discurso al recibir el nobel, la ficción de la literatura y otras artes son un escape, a la vez que un reconocimiento: Que la realidad no es suficientemente buena.
Pongo este blog con algunos cuentos y ensayos modestos escritos por mí, para entrener a quién le interesen, aburrir a quién le afliga, aborrecer a algún desdichado perdido y con suerte, quizás, si Dios me lo permite, emocionar algún alma sensible.
Si cree encontrar errores ortográficos o de redacción, tenga con toda seguridad la certeza que es con intenciones artísticas o educativas, para que al darse cuenta de mi error se sintiese bien de su amplio conocimiento.

miércoles, 7 de septiembre de 2011

El lago de fuego


No sé muy bien cómo llegamos allí, pero mi padre y yo nos encontrábamos en lo alto de una montaña, en mitad del valle amazónico, o de alguna otra espesa selva negra, y el calor era insoportable. El primer signo extraño fue el camino, de ceniza negra, y como los otros turistas, en su mayoría gringos de camisa florida, estaban perfectamente contentos con caminar hacia el rincón invisible de donde aquel pilar de humo provenía.

Caminamos un largo trecho empinado. Mis pequeñas piernas comenzaron a doler, pero no quise decir nada. Era, después de todo, un viaje de vacaciones, y yo era un invitado.

Arriba de toda la selva, al final del camino, terminó el solemne silencio que reinaba sobre el trayecto. Primero fueron las exclamaciones de jóvenes errantes que se aventuraron adelante. Luego vino el flash de cámaras fotográficas estadounidenses. Pronto llegamos el centro de un valle de lava hirviendo.

La sólida roca no mostraba signo de vida, y en todo el gran circuito no se veía más que un rojo infernal y burbujas de vapor al expirar. En medio del lago de lava, hallábase una isla, un pequeño trozo de tierra negra entre llamas.

De pronto, como un conejo de un sombrero mágico, de esas llamas surgió un enorme, majestuoso ser. Delgado y largo, parecía la cola de un reptil tallada en manera. Su color era claro, un café ocasionalmente manchado por negras y escamosas líneas. En el punto más alto del emergente ser, las líneas parecían formar una cara.

Nadie preguntó, nadie susurró, nada perturbo la calma. Entre los jóvenes aventureros se miraban con recelo, evaluándose unos a otros.

La tranquilidad se apagó cuando fugazmente el monstruo se acercó, inclinándose, hasta postrar su cabeza contra la tierra a nuestros pies. Visto de cerca, parecía una rampa. Era evidente que ese gusano de madera no estaba lejos de los monstruos legendarios.

“Tú primero” dijo mi padre, volteando su cabeza hacia mí por primera vez en el día. Todos me miraron. Comprendí lo que deseaban, tuve miedo, pero alguna fuerza invisible desterró la cordura que me quedaba y, dando un paso al frente, monté al gigante. Una vez arriba, comenzó nuevamente su movimiento.

Alzándose en un estruendo imponente, apenas pude mantenerme sobre él. Vi el lago de fuego bajo mis pies. Recuerdo haber pensado lo extravagante que esta experiencia sería como montaña rusa o turismo aventura. No importaba, ya encima de su cuerpo, solamente una cosa me preocupaba: no caer.

Claramente la criatura tenía intención de posarme sobre el islote. Su rudeza no hizo fácil la tarea, pero abrazando con toda mi fuerza su piel, conseguí evitar caer en la lava. Una vez más, su cabeza, postrada sobre la tierra, me invitaba a bajar.

Era una roca solitaria en medio del fuego, y yo estaba solo. Observé a mí alrededor. No quise erguirme, pues temía tropezar. “No son las mejores medidas de seguridad” susurró alguna voz cómica en mí, rebelándose contra una agencia de viajes invisible. Era lava, lava y nada más se veía ¿Qué hacía esta gente, viendo aquí? ¿Por qué habían creado semejante monstruo? ¿Por qué no moría, en aquel lugar? ¿Es que no era “eso” parte de la naturaleza?

Pareció evidente, luego de algunos minutos, que esta montaña completa no era producto del accidente o de la fortuita geología. Esto era un parque de diversiones, quizás un altar que alguna tribu en el pasado construyó, ahora educada por el hombre culto y olvidado sus costumbres bárbaras. O quizás los mataron y encontraron nuevo uso a su valle.

¿Será que este gusano fue, alguna vez, un Dios?

Transcurrido el tiempo, que hasta hoy ignoro, previamente estipularon los otros, el antiguamente-dios vino a la isla a recogerme. Monté nuevamente su cabeza, y se elevó, sobre la piedra, sobre la lava. Un terrible miedo se apoderó de mí. No quería caer.

En algún instante de terror, mis ojos llegaron a la otra costa. Allí se encontraba la gente. Mi padre los jóvenes, los gringos, a todos vi, en su pequeñez, meras sombras para mí, que veía desde los cielos. No quise hacerlo, pero al levantarme para verlos mejor dejé de sujetarme, y mi equilibrio se perdió. Caí, caí rápidamente y mi corazón era lo único que escuchaba. Como un tambor, golpeaba mi cuerpo mil veces por segundo. Sentí el calor.

En el aire, rendido al dictamen de la inevitable tragedia, no concebí un pensamiento. Sería uno con el fuego, arrojado a las sirenas ¿Qué más podría pensar? Pero el gusano-dios habló.

Fue un grito grave y poderoso. “Cuidado, pequeño” dijo, mientras su cuerpo me atrapaba como una bola en el juego onírico acontecido.

Me colocó nuevamente en la tierra, junto al resto de los hombres. Me sentí pequeño, frágil, indignado ¿Cómo habían permitido esto? ¿Es que mi vida no vale nada para ellos?

En mi hogar, a salvo, abracé a mi madre con fuerza. Ella no sabía lo cerca que estuvo mi fin. Fue una tarde completa en que derramé, en su tiempo, cada lágrima mientras explicaba las experiencias, locuazmente retratando con máximo detalle lo insegura y sumamente imprudente que habían sido las vacaciones.

Mis padres se pelearon esa noche. Mi padre farfulló algún discurso estereotípico sobre la transición de niño a hombre. Al día siguiente, mi madre salió a primera hora de la mañana a reclamar contra la agencia de viajes, que aun desconozco.

No supe muy buen cómo, pero la siguiente visita al pozo de lava me mostró que mis esfuerzos valieron la pena: Un andamio, una jaula de metal, y cables colgando desde lo alto; un arnés al torso, cuidaban el viaje de cada nuevo niño que allí llevaran. Ya no dependíamos del gusano, y caer a la lava parecía muy improbable.

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