A las pirámides fallidas sucedía por fin la primera gran pirámide roja de Dahsur. La madera de Libia y las minas de turquesa en Nubia, todos sus logros eran, confieso, motivo de orgullo. Era un reinado prospero; verdaderamente, un indicio de la grandeza venidera.
Un día mi faraón Seneferu se encontraba aburrido. Le sugerí tomar un paseo en bote con algunas mujeres, las cuales vestí con redes de pescar, solo por diversión. En los años futuros otras mujeres se deleitarían en esta extravagancia.
Surcábamos las olas placidas en calma, a medida que el sol bañaba nuestros rostros. Dentro del bote, sin previo aviso, una de las sirvientas dejó de remar y rompió en llanto. Seneferu se acercó a ella para cuestionarla. “Mi collar de turquesa ha caído al Nilo” dijo la joven, sumamente angustiada ante tan precioso tesoro.
Seneferu le dijo calmadamente: “No te preocupes, te daré otro”
A lo cual la afligida joven contestó: “No, es que ese era mi collar, era especial”
En presenciar esta insolencia, despertó mi furia. Mi faraón tornó sus ojos, aun callado, se acercó y me ordenó, como conspirando, que trajese un hechicero. El excéntrico hombre de noble ropaje llegó con prisa. Seneferu le susurró algo al oído.
Nos encontrábamos en tierra nuevamente. El hechicero caminó tranquilamente hacia la orilla del rio, abrió sus brazos y cantó. La majestuosa corriente de agua se rompió, el curso del Nilo se detuvo, y dos grandes surcos de agua se levantaron, mirándose de frente, como un torbellino estático, mientras el sacerdote seguía cantando. Seneferu caminó hacia donde las aguas se habían desnudado, pisó las profundidades entre muros de agua, exploró la arena con tranquilidad. Entonces lo vi agacharse y coger algo del piso.
En presenciar esto, algo profundo despertó que en mi vida nunca había conocido. El faraón retornó, el agua volvió a su curso natural. Rumbo a donde la paralizada joven se encontraba, Seneferu pasó a mi lado y dijo, en voz baja: “tenías razón, ya no estoy aburrido”.
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