Los mapas, como
representación subjetiva del espacio y de un lugar en el cosmos, a la vez
tienen cierta cercanía con la realidad que les da un encanto científico y una
apropiación social del espacio que les da poder. Como construcción social, los
mapas pueden reforzar paradigmas raciales o de clase. En términos históricos,
la expansión del mundo conocido por los europeos coincidió usualmente en la
mente de la élite intelectual con una expansión de la civitas. Los mapas podrían considerarse una forma de dominación,
tanto de una cultura, como de una clase y de una cosmovisión (por ejemplo, un
ataque en la cosmología anterior). Si
bien es sabido que gran parte del uso tradicional ha sido bélico y estratégico,
con la llegada de la secularización y la urbanización progresiva uno de los
ejes centrales en la mente americana del s. XIX es el expresado por Sarmiento
en Facundo: Civilización y barbarie. La
“colonización” interna del propio territorio por parte de la ciudad tomaba las
formas de la ciencia y el darwinismo social, con frecuencia bajo seducción
positivista. Un mapa podría entonces elegir qué mostrar, tal vez con mayor
énfasis en las ciudades, relegando incluso algunas áreas (ocupadas por
indígenas por ejemplo) a la categoría de territorio vacío, o simplemente
territorio salvaje, “lugar de no retorno” (Dante: “Lasciate ogni speranza, voi ch’entrate”).
Evidentemente,
ha habido también algo mágico en los mapas. Durante la edad media Jerusalén
estaba en el centro del mundo, Asia se encontraba arriba (donde ahora está el
norte, cuestión puramente convencional pero evidentemente significativa
antropológicamente), a veces el paraíso se colocaba en el extremo este. En las
esquinas había toda suerte de monstruos y criaturas legendarias.
En la historia
de la humanidad ha habido innumerables casos de axis mundi, la coincidencia entre mente ilustrada y pensamiento
mágico no debiera sorprendernos, pero si tal vez la creatividad con la que los
hombres han encontrado un escape a la ciencia o, en otras palabras, a la
revolución copernicana, a la certidumbre de que no son el centro del mundo, y a
la darwiniana, es decir, que somos criaturas vivas, no de cualidad cuasi-divina
(o no solamente), sino parientes del mono. De este trauma en particular aun no
nos recuperamos (en el sur de estados unidos todavía hay grupos que quieren
prohibir la enseñanza de evolución en los colegios), cuánto más habría
perturbado las mentes de sus contemporáneos.
De modo que una
solución al “terror de la historia” es volver a formas tradicionales de
pensamiento. En un plano urbano, la geodésica
es la línea de mínima longitud que une
dos puntos en una superficie. Las geodésicas de una superficie son las líneas
"más rectas" posibles. Como el mapa T en la edad media era una
representación de la cruz (aunque coincidiera aproximadamente con la realidad)
la geodésica es la línea de rectitud moral (sin curvatura) y el camino que más
brevemente conecta todos los puntos (Axis
mundi, acceso a Dios).
Por supuesto, la lectura de un mapa debe ser enseñada. Pero una vez
aprendida, nuestros mapas modernos toman el punto de vista desde gran altura de
un territorio. Usualmente los mapas que vemos son primariamente económicos y
civiles, acorde a lo que como sociedad más valoramos (desde el punto de vista
mágico, solo el comercio existe). Como ocurre con la escritura, es de esperar
que la gran mayoría de los seres humanos nunca supiera leer ni dispusiera de un
mapa para guiarse por su vida, de modo que su conexión con el espacio sería
totalmente distinta. Tendría un número de referencias, en el mundo rural, “tal árbol
o tal camino”, que lo harían por necesidad diferenciar el espacio físico. En el
mundo semi-urbano, nadie habría encontrado su camino sin preguntar asiduamente
la ruta a seguir.
Por contraste nosotros distinguimos pocas calles solo por cómo se ven,
encontramos nuestro camino consultando un mapa y los “no-lugares” aumentan por
doquier, de modo que cines y negocios iguales entre sí (que a su vez
constituyen algo mágico, un axis mundo
al comercio sacralizado, por así decirlo), incluso pequeños, nos facilitan la
vida en nuestro enorme territorio (¿Quién mayor de cuarenta no se siente algo perdido al
entrar a un cine hoyts?), enorme territorio y población (En Roma de la
antigüedad: apenas un millón de personas) que de otro modo provocaría angustia. Sin embargo, con el respecto
al trauma de la división social en clases sabemos por experiencia propia de los
lugares “llenos de monstruos” como en toda edad antigua, que debemos evitar, y
que hoy por hoy corresponden con el peligro de la delincuencia o la falta de
salubridad. No quiero aquí insultar a ciertos patrones de pensamiento o
sentimiento, ni sugerir que todavía no nos llega la ciencia. Nada más observo
que en el viaje de la vida, que nunca dejaremos de hacer, siempre nos faltará a
cada uno – y a todos como grupo - una Ítaca a la que regresar.
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