Por mucho
tiempo, en occidente hemos estado nerviosos sobre la existencia. Creemos en el
Dios que todo lo ve y mantiene precisas cuentas. El Dios juez y contador, cuyo retrato era, hasta hace poco, un ojo
dentro de un triangulo, y el miedo al infierno, la guía de la conducta. Con
frecuencia veo que sacerdotes cristianos reprochan al budismo y el taoísmo la soltura
y "relativismo" (como el papa dice) con la que tratan la vida. En
efecto, el tao nada rechaza. La predica del orden nace del desorden, y si están
preocupados constantemente de repetir los mandamientos - esa piedra remota y árida -, es porque los quiebran
todos los días. En verdad, somos bulímicos morales, y vomitamos nuestras faltas
con el discurso ético y el circo del sermón.
¡Ah, si
alguna vez actuásemos correctamente porque queremos hacerlo, y, sin orgullo,
nos marcháramos con una sonrisa en el rostro! ¡Si actuásemos, no por el
imperativo categórico, ni el cálculo utilitarista, no por alguna abstracción
conjurada en la mente de un sujeto distante, sino por el rostro del prójimo y la
alegría de saberse en comunión con la naturaleza!
“Creo que
si la fiera que duerme en el hombre se pudiese contener con la amenaza de un
castigo o la recompensa de ultratumba, el emblema supremo
de la humanidad sería un domador de circo con la fusta en mano, y no un profeta
que se ha sacrificado a sí mismo. La cuestión reside en que, durante siglos, la
música y no el palo ha colocado al hombre por encima de la bestia y lo ha
elevado: una música, la irresistible fuerza de la verdad desarmada, el poder de
atracción del ejemplo. Hasta ahora se consideraba que lo esencial del evangelio
eran las máximas reglas morales contenidas en los mandamientos, mientras que
para mí lo principal es que Cristo habla con parábolas extraídas de la vida
diaria, explicando la verdad a la luz de la existencia cotidiana. La base de
esto es el concepto de que la comunión entre los mortales no acabará nunca y la
vida es simbólica porque tiene un significado.”
Doctor Zhivago.
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