En los días de mi más remota antigüedad, cuando el primer temblor del habla llegó a mis labios, ascendí a la montaña santa y le hablé a Dios:
-Amo, soy tu esclavo. Tu oculta voluntad es mi ley, y te obedeceré por siempre jamás.
Pero Dios no dio respuesta y paso de largo como una potente ventisca.
Y mil años después volví a subir la montaña santa y volví a hablar a Dios, diciéndole:
-Creador mío, soy tu criatura. Del barro me formaste, y te debo cuanto soy.
Y Dios no me contestó; pasó de largo como miles de alas en presuroso vuelo.
Y mil años después volví a escalar la montaña santa y hablé a Dios nuevamente, diciéndole:
-Padre, soy tu hijo. Tu piedad y tu amor me dieron vida. Mediante el amor y la adoración heredaré tu reino.
Pero Dios no me contestó, pasó de largo como la niebla que tiende un velo sobre montes distantes.
Y mil años después volví a escalar la montaña sagrada, y volví a invocar a Dios, diciéndole:
-¡Dios mio!, mi supremo anhelo y mi plenitud, soy tu ayer y eres mi mañana. Soy tu raíz en la tierra y tú eres mi flor en el cielo; juntos creceremos ante la faz del sol.
Y Dios se inclinó hacia mí, y me susurró al oído dulces palabras.
Y como el mar, que abraza el arroyo que corre hasta él, Dios me abrazó.
Y cuando bajé a los valles y a las llanuras, vi que Dios también estaba allí.
Khalil Gibrán, El Loco.
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